Leo desde que no sabía qué eran las letras. Estando en el colegio, un día nos mandaron leer un libro y una mini-yo que no levantaba dos palmos del suelo le respondió triste al profesor que en su casa la habían castigado sin leer... Se me olvidó añadir que me lo había ganado a pulso y que dejarme sin leer era el peor de los castigos. Acompañada por dos felinas siempre dispuestas a mordisquear marcapáginas, lomos y cubiertas, hoy sigo alimentándome de letras; y, gracias a eso, sin querer queriendo encontré una hermosa puerta que abrí con franca curiosidad.