Cuando el Orient Express llega con retraso a la estación, me entretengo leyendo un libro. Como si de nubes se tratara, intento dar forma a las páginas. A menudo veo hadas con alas brillantes, dragones majestuosos o monstruos recién salidos de las historias de Laura Gallego. También oigo voces femeninas que hacen temblar las letras polvorientas retenidas entre mis manos y que, de alguna forma, consiguen germinar en mi cabeza a pesar de haber sido escritas muchos años atrás. El cuervo que me observa desde el andén paralelo grazna de vez en cuando ¡Nunca más!, pero nadie se inmuta. Entender a un poeta es complicado, y serlo... Depende. Yo no pierdo la esperanza (esa cosa con plumas que se posa en el alma y entona melodías sin palabras). Mientras termino de tejer puntada a puntada con hilos de grafito, llega el tren. Me aseguro de haber guardado todo en mi maletín: algún verso, la morriña, aquel canto de golondrina por si regreso, esta llave por si no lo hago. DESTINO: El Templo de las Mil Puertas.