Antes de publicar, tu trabajo principal era el de profesor de literatura en centros públicos. La figura del docente aparece en gran parte de tu obra. ¿De dónde surge esta vocación, tanto de docente como escritor, encaminada a los jóvenes?
Honestamente, no sé bien de dónde surge, sólo sé que forma parte de mí y de mi manera de entender el mundo. Supongo que el hecho de que la adolescencia fuera una etapa tan esencial en mi vida —ahí decidí que quería dedicarme a la literatura y afronté, como creo que afrontamos todos, muchos interrogantes cruciales sobre mi identidad— es en parte responsable de que hoy escriba a menudo sobre esa edad con la que siento una profunda empatía y que, más que una edad, entiendo como una forma de ver el mundo. La rebeldía, el inconformismo, el cuestionamiento constante y la pregunta por quiénes somos y quiénes queremos ser: no deberían ser rasgos de un período vital, sino de nuestro modo de ser.
Como profesor habrás tenido que prescribir muchos clásicos a tus alumnos. ¿Cuál es tu opinión sobre la lectura de dichas obras en el instituto? ¿Qué clásicos recomendarías a nuestros lectores?
Creo que la lectura de los clásicos debe ser una lectura acompañada: el docente tiene la ocasión de abrir una puerta a sus alumnos que, quizá, de otro modo, jamás crucen. Y me parece egoísta privarles de la posibilidad de conocer la transgresión, la modernidad, la vigencia y la belleza que encierran las obras de Shakespeare, de Cervantes, de Woolf, de Zayas, de Calderón, de las hermanas Brontë… El problema estriba en convertir esos clásicos en una fuente de interminables preguntas memorísticas o en dejar que el alumnado se enfrente a ellos en soledad, sin la ayuda de ese docente que puede ayudarles a entender cómo esos textos no solo les hablan directamente, sino que son también la piedra angular de la literatura posterior. Resulta imposible entender en profundidad sagas como Harry Potter sin apreciar todo el legado de la literatura grecolatina que late en su trasfondo mítico, por ejemplo, o valorar la complejidad de series como Breaking Bad sin saber qué es el tópico literario y filosófico del doble y en cuántos clásicos encontramos otros ejemplos que anteceden a la dualidad Heisenberg/Walter. Como profesor siempre intentaba buscar esas conexiones, que disfrutaran del clásico y de su modernidad y, a la vez, que pudieran reconocer su legado en la literatura, el cine, las series o los videojuegos que hoy seguimos. Y, en cuanto a los clásicos que recomendaría, me resulta imposible elegir… Creo que cada cual debe buscar los suyos, aunque entre mis debilidades aconsejaría títulos como La Celestina, La vida es sueño y Los pazos de Ulloa. Y, por supuesto, el Quijote. No hay libro más revolucionario, libre y lleno de amor por la humanidad que la novela de Cervantes: léanla —sin prisas, sin exámenes de lectura, sin calendario de entrega de trabajos—, léanla cuando puedan, pero léanla.
Uno de los grandes temas de tu obra es la homosexualidad. Hace unos años apenas existían novelas juveniles donde el colectivo LGTB estuviera representado (y ninguna donde protagonizaran las historias). ¿Qué crees que ha cambiado en el panorama para encontrarnos cada día más obras con estos personajes?
Creo que, por suerte, la sociedad está evolucionando en cuanto a la visibilidad LGTB y eso se traduce también en su mayor presencia en la ficción. No es un cambio suficiente, desde luego, pues a menudo se nos olvida que hay más de 70 países donde ser LGTB aún es condenado con penas de muerte o cárcel, y en países como el nuestro existen numerosos vestigios de LGTBfobia —a veces latente, a veces explícita— que sigue siendo necesario combatir. Por otro lado, la presencia en la ficción sigue siendo minoritaria, la prueba es que a menudo recibo mensajes y correos de lectores que me agradecen haberse visto reflejados en alguno de mis personajes LGTB y que me comentan que no han encontrado muchos textos donde esto les suceda. En el mundo hetero, sin embargo, la cantidad de referentes ficcionales que encuentran es inabarcable. En el mundo LGTB es mucho menor y, además, con presencia de estereotipos (físicos y conductuales) que no nos ayudan ni favorecen.
En mi caso, el hecho de abordar personajes y situaciones LGTB no nace de un activismo consciente, sino de mi propia posición como autor: me interesa hablar de lo que conozco, de lo que vivo, de lo que siento y la presencia LGTB en mi literatura es importante porque también lo es en mi vida y en mi realidad cotidiana. Si el mundo en que vivo es diverso, ¿por qué no debería serlo mi universo literario? Cuando alguien dice —y lo he leído en alguna ocasión— que el hecho de que un personaje sea LGTB debe estar justificado por la trama, pienso que aún queda mucha LGTBfobia—consciente e inconsciente— que derribar. Nadie diría que es necesario justificar que un personaje sea heterosexual, por ejemplo. Ni catalogaría una novela como Madame Bovary como una gran novela hetero, sin embargo, ante novelas —y después películas— como Call me By Your Name, Con amor, Simon o Identidad borrada sí que se utiliza inmediatamente la etiqueta de novela o película gay.
Tus obras presentan conflictos sociales que están a la orden del día. ¿Qué papel crees que tienen la literatura juvenil en las luchas sociales como los derechos LGTB+ o el feminismo?
La literatura —juvenil o no juvenil: cada día tengo más dudas sobre esa etiqueta— tiene un papel esencial en nuestra visión y construcción del mundo. La emoción que provoca el hecho lector —en el que incluyo, además de los géneros tradicionales, también el cine, las series y videojuegos— es tan poderosa que esos seres de ficción se acaban convirtiendo en referentes, de modo que podemos construir modelos tóxicos —tal y como ha hecho cierta literatura mal llamada romántica durante estos años— o modelos igualitarios que ayuden a romper barreras y muros. Más de un lector adulto me escribe cuando lee alguna de mis novelas juveniles para decirme que «ojalá hubiera tenido un libro así a sus quince». Incluso me pasa con docentes que recomiendan esas novelas porque son las que les habrían ayudado a esa edad y confían en que surtan ese efecto con su alumnado. Para mí, es lo mejor que puede pasarme como autor. Y lo que le da sentido a mi trabajo. A mí, por ejemplo, me ayudó a entenderme y a quererme la lectura de La realidad y el deseo, de Luis Cernuda. La ficción no sólo nos permite encontrarnos y vernos en ella, sino que también nos empodera.
Además de novelista, eres dramaturgo. Hace unos números publicamos un reportaje sobre teatro juvenil, pues el género dramático parece olvidado entre las editoriales que publican para adolescentes, frente a la poesía, cada vez más en alza, y sobre todo la novela. ¿A qué crees que se debe?
Es una simple cuestión de hábito: en España se lee poco teatro. Ahora mismo acabo de publicar una obra para lectores de diez años en adelante en Barco de Vapor (La foto de los 10.000 me gusta) y saco una obra nueva para adolescentes y jóvenes en Ediciones Antígona (Nunca pasa nada, con quienes también publiqué #malditos16 y la versión teatral de La edad de la ira). Editoriales como estas están apostando por el teatro y tratar de crear nuevos lectores entre los más jóvenes. No es algo que se pueda cambiar de modo inmediato, pero sí se están haciendo muchos progresos y el hecho de que #malditos16, por ejemplo, haya superado ya su 4ª edición —algo poco habitual en el teatro juvenil— es una prueba de ello y, ojalá, un camino por el que podamos seguir transitando.
Otro de los grandes temas que te interesan, y que también tratan otros autores como David Lozano o Care Santos, son las redes sociales. En tu última novela, En las redes del miedo, son las grandes protagonistas, y en Los nombres del fuego fueron un gran apoyo para contar la historia a través de un proyecto transmedia muy logrado. ¿Qué es lo que te fascina de Internet?
Lo que a cualquier persona a quien le interese el modo en que nos comunicamos: cómo ha cambiado nuestra forma de interactuar y ha conseguido tanto alejarnos como acercarnos en la misma medida. En el caso de En las redes del miedo me interesaba indagar en esa otra vida que hemos creado en las redes, la posibilidad de sumar nuevas identidades a la exclusivamente física y cómo eso puede ser tan poderoso en ciertos momentos como autodestructivo en otros. No es una novela donde demonice las redes —más que nada, porque soy el primero que las usa—, pero sí quería reflexionar sobre cómo estamos difuminando las fronteras entre lo físico y lo virtual, entre lo que somos y lo que mostramos ser, entre lo que vivimos y lo que inventamos. De algún modo, nos hemos convertido todos en creadores de una autoficción constante, una gran e inacabable novela que a veces tejemos con tuits, a veces con fotografías, a veces con stories…, pero donde todos reescribimos nuestra realidad.
El reino de las Tres Lunas se desarrolla en un país donde las artes están prohibidas. ¿De dónde surge este planteamiento, tan similar al que se ha escuchado en más de un mitin político de los últimos meses?
Siempre he dicho que El reino de las Tres Lunas es mi novela más política. Bajo su apariencia de narración fantástica, vive en ella una reflexión sobre la necesidad de defender la educación y la cultura —en este caso, representada en las artes— como armas imprescindibles contra la tiranía y el resurgir del neofascismo —encarnado en la figura de Alcestes. Su escritura nació en pleno momento de ataques a la escuela pública, cuando se formó la Marea Verde —de la que, como tantas y tantos compañeros docentes formé parte—, y la creé desde mi necesidad de defender los valores en que creo —la libertad de expresión, el pensamiento crítico, la cultura como cuestionamiento de la realidad— frente a una sociedad en la que ya empezaban a devorarnos las noticias falsas, los bulos y la propaganda de sombras que, en estos últimos meses, se han vuelto peligrosamente gigantes.
Seis años después de la publicación de El reino de las Tres Lunas has escrito su segunda parte, El reino de los Tres Soles. ¿A qué se debe esta vuelta a la historia de Malkiel y Estrella?
A un doble motivo. Por un lado, a las incontables veces que, en estos seis años, sus lectores me han preguntado si habría una segunda parte. En más de un instituto incluso me han llegado a dar ideas concretas para continuarla. Y por otro, a que en este momento siento que las sombras que atacaron al Reino en la primera parte —y que eran reflejo de lo que vivíamos entonces— han renacido. El hecho de que partidos abiertamente fascistas estén obteniendo tantos votos en países como Finlandia o el nuestro y de que las posiciones xenófobas, machistas y homófobas vuelvan a salir a la luz en tantos lugares me preocupa profundamente, así que he necesitado regresar al Reino para hablar de ello y dejar que sea la ficción la que se ocupe de plantear estos conflictos a través de una historia con dos protagonistas absolutas: Estrella, la nueva monarca del Reino, y Griselda, una reina rival con la que tendrá una azarosa y compleja relación a lo largo de toda la novela.
La edad de la ira es tu novela más conocida, y desde su publicación ha tenido un camino más que peculiar: fue finalista del Nadal, se volvió inencontrable durante meses, se reeditó con gran éxito y finalmente tú mismo la adaptaste al teatro para La joven compañía. ¿Cómo definirías el proceso que has vivido, tanto interno como externo, con esta novela?
En realidad, no creo que su camino fuera peculiar, sino el que vive cualquier novela cuyo éxito no procede de una campaña de marketing o de un lanzamiento espectacular, sino de algo tan valioso y especial para un autor como el boca a boca. Fueron los lectores quienes empezaron a demandar más y más ejemplares del texto y, mejor aún, fueron adolescentes quienes comenzaron a llevársela a sus profesores de Lengua para pedirles que, por favor, la pusieran como lectura el curso siguiente. Así comenzó a reeditarse una y otra vez —no ha dejado de hacerse desde hace ya nueve años: el próximo febrero cumplirá diez— y, por lo que me cuentan en Planeta, le aguarda una muy larga vida. En cuanto a la versión teatral, fue un encargo de La Joven Compañía: su director había leído la novela, le gustó y me propuso llevarla al escenario. No solo fue una magnífica experiencia —estuvo más de un año de gira por toda España e hizo dos temporadas en Madrid— sino que también se ha estrenado recientemente en Costa Rica y posiblemente no tarde en ver la luz en otros países… Si todo va bien, creo que aún hay Marcos para rato.
En Los nombres del fuego, la historia de una adolescente del siglo XXI, Abril, se entreteje con la de Xalaquia, que vive en el Tenochtitlan en el siglo XVI. ¿Cómo surgió el combinar estas dos épocas?
Quería escribir una novela que fuera un espejo, dos historias, dos tiempos, dos espacios y, sin embargo, todo resuena en ambas realidades y permite vernos en ojos ajenos con una proximidad insólita. Es una historia sobre personajes que luchan por romper sus ataduras: todos sus protagonistas se enfrentan a una realidad que los limita en busca de una identidad más compleja y múltiple. Por eso se llama Los nombres del fuego, en plural, porque es un texto que habla —entre otros temas— de nuestro derecho a ser cuantas personas queramos ser, sin que nada ni nadie nos limite por prejuicios, etiquetas u obsoletos patrones sociales.
En Nadie nos oye exploras de nuevo uno de tus géneros favoritos: la novela negra. ¿Qué es lo que más te interesa de unir la novela de instituto con elthriller?
La novela negra siempre exige una investigación y, en mi caso, la pregunta no suele ser quién lo hizo, sino por qué. Aunar investigación e instituto —o, como en el caso de Nadie nos oye, club deportivo— me permite indagar en los motivos de los personajes y, sobre todo, en su entorno social, escolar y familiar. A veces olvidamos que un instituto es un ente vivo, compuesto por múltiples realidades, pero que tiene su particular latido, del que todas las personas que lo forman son siempre responsables. Por eso me fascina profundizar en cuanto pasa en las aulas, en los pasillos, en la sala de profesores…, porque allí, sin que nos demos cuenta, estamos tejiendo el futuro de nuestra sociedad.
¿Qué proyectos, tanto juveniles como adultos, como narrativos y teatrales tienes ahora en mente?
Ahora mismo estoy centrado en los textos que estreno en breve: Nadie nos oye, en el festival Surge (mayo); una pieza de danza-teatro, Juana Inés, en el festival de Almagro (julio); una versión de Tito Andrónico, en el festival de Mérida (agosto); y una versión de La vida es sueño, en Washington (septiembre). También ando trabajando en una nueva novela juvenil, de la que aún no puedo hablar, revisando una novela adulta recién terminada —y muy especial para mí por muchos motivos—, y trabajando en un proyecto del que no se puede decir una sola palabra pero que me hace profundamente feliz… En cuanto se pueda desvelar, os aviso.
¡Muchas gracias!