«Me creía inteligente, siempre alardeando de mis buenas notas, pero cuando se trataba de algo de la calle, algo terrenal, algo práctico, algo auténtico, no tenía ni puta idea de nada.»
A ti te escribo esta reseña. «¿Por qué?», te preguntarás. Esa pregunta es sencilla de responder: no quiero que pierdas la oportunidad de saber lo que sucedió el verano en que ardieron las flores, en que Mateo —sumido en la «enfermedad» que es la adolescencia, especialmente la adolescencia tardía— no dejó de ver flores blancas esparcidas por todas partes.
En el presente, pasados ya unos años del verano de sus dieciséis, Mateo regresa al pueblo para acudir a un funeral. Hace tiempo, para hacer frente al pasado, comenzó a escribir el relato del que ahora yo te hablo. Su destinatario no es otro que Zeus, el hijo de los amigos de sus padres, algo mayor que él. Tras años sin verlo, aquel verano en que transcurre dicho relato, este entró en su vida de forma inesperada: se iba a quedar con ellos durante un tiempo porque no tenía adónde ir. Ponto, su presencia en el núcleo familiar hizo que la relación entre Mateo y su hermana, Bea, cambiase, uniéndolos y al mismo tiempo separándolos. Ahora bien, la aparición del chico con nombre de deidad no fue la única sorpresa que aquella estación trajo consigo.
Después de su breve pero contundente Hambre Voraz, el malagueño Bruno Darío da el salto de la ficción adulta (específicamente de la mezcla entre terror psicológico y distopía), a la novela romántica juvenil. Publicada en la colección Matchstories, El verano en que ardieron las flores es una amena, enternecedora y estival historia que, narrada mayoritariamente en segunda persona —casi como si de una carta de disculpa se tratase—, nos presenta el dilema de si, mediante la escritura, es posible o no trazar una especie de puente entre el destinatario y el emisor.
El punto de partida de la obra, con la ausencia de uno de los protagonistas en la vida del otro, es bastante similar al de Deja de decir mentiras de Philippe Besson, pero la historia no tarda en ir por otros derroteros. Además, si bien gran parte de la trama de El verano en que ardieron las flores se puede condensar en el enamoramiento de un chico homosexual por uno hetero, esta va más allá: es una historia de autodescubrimiento donde lo esencial son las relaciones interpersonales y cómo estas permiten a los personajes evolucionar y crecer. Asimismo, en la obra se exploran la amistad, las diferencias y similitudes intergeneracionales, el papel que juega la familia en el desarrollo personal, los prejuicios —de los cuales nadie se salva, incluso aunque se pertenezca a los márgenes—, la creación literaria como vía de escape y otros como la importancia de la representación o la plumofobia.
En resumidas cuentas, la aquí reseñada es la historia de un chaval de dieciséis años que habría necesitado verse y leerse —algo aún difícil a finales de los noventa y al comienzo del siglo XXI—, que no puede desarrollar su sexualidad de una forma tan abierta como sería ideal, pero que acabará encontrando su lugar. Por ello, el cierre de esta reseña (al igual que la respuesta a la pregunta del principio) también es fácil: tal y como dice Bruno en la dedicatoria, queremos vernos más y mejor, poner punto final a las «adolescencias robadas», y este de aquí es uno de sus muchos granitos de arena a la causa.