El rojo del sobre quema más que el fuego; es una diana que señala el inminente alistamiento de Takuma en el ejército. La mentalidad de la familia Akiyama se opone a esta falta de libertades, pero sus trucos no siempre podrán aplazar el cumplimiento del deber. El Emperador observa desde cada rincón, en cada hogar japonés, siempre omnipresente.
La palidez de la niebla, unido a su ojo cegado, confunde a Momoko: primero ve un fantasma, luego una nariz de rey. En realidad, se trata de la hija del sepulturero, Jun, a quien se le ha mantenido al margen de una educación debido a su condición social. Será la pequeña de los Akiyama, Momoko, quien le traiga un poco de luz con sus letras y mensajes en botella.
Las sombras las ponen las bombas, la pólvora: comienza la Segunda Guerra Mundial. El panorama parece cada vez más negro. Quizá tenga algo que ver el yatagarasu, el cuervo que visita a Momoko en sus sueños con oscuros augurios.
El valle oscuro recoge una amplia gama de colores, demostrando una diversidad que solemos echar en falta: diferentes ideologías, orientaciones sexuales, clases sociales y nacionalidades conviven entre sus páginas.
No por ello se descuidan otros aspectos: la vida en el Japón de los años 40 se refleja brillantemente, ya sea a través de los ojos de una adolescente con una educación exquisita o de una chiquilla huérfana de madre y relegada por la sociedad a un segundo plano. Ambas narradoras tienen una voz única, fuerte pero en esencia distinta. La ternura y la rebeldía nos conectan con el corazón y los sueños de las protagonistas. ¿La parte negativa? Lo que les pase nos dolerá tanto como a ellas.
Andrea Tomé retrata la condición humana con maestría en su cuarta novela: dolor, odio e ingratitud hermanadas con el amor, la abnegación y, justo en el corazón del valle, la esperanza.