Los sueños han partido la vida de Ronan Lynch, el Greywaren, en dos.
Los sueños, cuando se tornan pesadillas, diferencian a Ronan de la gente normal: le vuelve a ocurrir que, si no tiene cuidado, se despierta con aquello con lo que ha soñado. Pero, si pasa mucho tiempo sin sacar cosas de sus sueños (o alejado de la línea ley), se suceden los accesos de «brotanoche», como un desagradable recordatorio de para lo que ha sido creado.
Los sueños son lo que convierten a los Zetas en armas. Pero Ronan no es el único y es hora de soñar con propósito: los Moderadores los persiguen y la línea ley necesita ser reparada. Gracias a Bryde, Ronan y Hennessy saben que sus actos como soñadores tienen consecuencias.
Los sueños, para Hennessy, como artista, son un lugar de estudio. Pero, en ellos, se encuentra el encaje, «gigantesco, inescapable, inevitable. Aplastante».
Hasta ahora creían que, si un soñador moría, con él moría su ser dependiente, soñado. Pero las reglas del juego han cambiado: han descubierto la existencia de los «dulcemetales», obras capaces de mantener con vida a los seres dependientes.
¿Es el segundo libro de una trilogía el mejor momento para lanzar la casa por la ventana? Maggie Stiefvater cree que sí, y prueba de ello es El soñador imposible, que más que una «novela puente» es un claro segundo acto.
El soñador imposible, que tiene cien páginas menos que Llama al halcón, ha de leerse con muchísima más pausa y tiento. En esta segunda entrega, Stiefvater coge la pluma como si fuese una brocha y empapa la página de pintura mientras grita: «¡El arte por el arte!». Nos encontramos ante la Maggie Stiefvater más postmoderna y a la vez surrealista que jamás hayamos visto. El que se haya excedido o no ya es valoración personal de cada uno, aunque sí que da la sensación de que, sobre todo al principio, hay partes innecesariamente complejas. Pero algo nos queda muy claro: que «el arte es más grande que la realidad».
La parte buena es que, como lector, si se lo permites, Maggie Stiefvater es capaz de elevarte. Y en esta novela, en la que da la sensación de que no todo queda claro, de que muchas cosas son dichas y a la vez no, una lectura es probable que no sea suficiente para desentrañar todo lo que el bullente cerebro creador ha volcado en sus páginas. Nos resulta muy curioso, además, que resuene con tanta fuerza a lo largo de toda ella la idea de no soportar estar en la cabeza de uno mismo.
Con lo que nos gustó la primera entrega, no entraba en nuestros planes no leer esta segunda. Sin haber sido todo lo que esperábamos, tampoco estamos dispuestos a no atender al último acto que, con ese final, promete ser la apoteosis.