Sam tiene síndrome de Asperger. En algunos aspectos su vida es como la de cualquier otro chico de dieciséis años: va a clase, practica un deporte, pasa sus ratos libres delante del ordenador… pero le cuesta relacionarse con los demás. Cuando conoce a Martina decide salir de su zona de confort e intentar hablar con ella. No es fácil porque le cuesta interpretar las reacciones de la gente y no tiene ni idea de cómo piensan las chicas, pero cuenta con la ayuda de su hermana Iris, que siempre le dice las cosas a las claras.
Martina tiene catorce años y hace gimnasia rítmica. Es impulsiva, habladora y un poco inocente. Cuando un chico de su edad le pide amistad en Facebook, no se le ocurre pensar que quizá sea una persona diferente, con una foto falsa. Detrás del perfil de Iker se esconde un pedófilo, que intenta ganarse la confianza de chicas como ella y hacerles creer que tienen una relación.
Al leer el párrafo anterior, quizá hayas pensado que Martina es una descerebrada, pero no es así. Es inocente, pero no tonta; comete algunos errores, pero la mayor parte de lo que le ocurre escapa a su control. En definitiva, es un personaje que cae bien y cuyas acciones podemos entender.
Por su parte, Sam, con su peculiar punto de vista, atrapa la atención del lector. Hasta las escenas más cotidianas, como las clases o una tarde de estudio en la biblioteca, resultan interesantes cuando las vemos a través de sus ojos, porque descubrimos qué detalles percibe y cuáles pasa por alto.
En general los personajes y los diálogos son realistas, aunque algunas expresiones (como «estar como un queso ») nos han resultado raras en boca de unos adolescentes actuales. Como son pocas, se pueden pasar por alto y no entorpecen la lectura.
Lo habitual es que las novelas realistas enganchen por sus personajes más que por su argumento, pero en El rastro brillante del caracol ambos aspectos funcionan muy bien. Gemma Lienas ha conseguido crear una trama casi de thriller, a la vez que habla de dos temas muy interesantes para los jóvenes.