Xalaquia vive en Tenochtitlan en el siglo XVI. Mal que le pese, su única función en la sociedad es casarse y obedecer a su marido. Pero, en el momento más inesperado, descubre que posee la magia de los chamanes y debe tomar una dura decisión: hacer lo que se espera de ella y contentar a su familia o seguir su propio camino y ser repudiada.
En Madrid en el siglo XXI, Abril no tiene esos problemas. A ella lo que le preocupa es su situación familiar, porque desde que se marchó su padre las cosas no han hecho más que empeorar. O su amigo Nico, que se ha enamorado de un chico que se niega a reconocer su homosexualidad. O Marina, la tercera del grupo, cuyo empeño en que los chicos se fijen en ella está llegando a un punto que a Abril le parece excesivo.
En apariencia la historia de Xalaquia y la suya no tienen nada que ver… salvo por todos esos detalles inexplicables que les ocurren a Abril, Nico y Marina cada vez con mayor frecuencia. La civilización de Xalaquia se aproxima a su fin por la invasión de los españoles al mando de Cortés, pero ¿cómo podrían Abril y sus amigos ayudar a una persona que ni siquiera saben que existe?
Ambas tramas destacan por su realismo. En la parte de Tenochtitlan se consigue gracias a la ambientación, llena de detalles, y en la del siglo XXI, gracias a lo bien dibujados que están los protagonistas. Sin duda, Fernando J. López entiende a los adolescentes y no los menosprecia, como hacen algunos autores adultos.
Aunque es evidente que los caminos de Xalaquia y Abril se unirán, durante la mayor parte del libro no vemos que sus tramas tengan mucho en común, lo cual frena un poco el ritmo de la novela. Aun así, se lee deprisa, gracias a que los capítulos son cortos y la narración suele ir al grano, sin muchas divagaciones.
Los nombres del fuego es una novela coral sobre la desigualdad, la injusticia y la búsqueda de la identidad, que trata estos temas con un enfoque muy original.