?—No te muevas, musaraña —tose. Laïa se yergue aún más, rígida. Si se mueve, su padre se distraerá y sustituirá su cara por un borrón en el lienzo. Incluso el gran maestro Vergés comete errores.
Han pasado años, pero Laïa se siente como si esa amenaza se hubiese hecho realidad: le horroriza su cara, odia su cuerpo y no soporta el revoltijo sin sentido en el que se ha convertido su vida. Fea, plana, gorda: así se ve ella. Y así la miran los demás, también su madre y su nueva familia perfecta. Menos Jota, él ha aparecido para salvarla.
Lo quiere. Tanto como quería a su padre, al que no perdona que la dejase sola, aunque se lo llevase la enfermedad. Lo quiere, ¿verdad? Entonces... ¿por qué siente que va demasiado rápido?
Como su nombre indica, la novela nos invita a pararnos con Laïa y observar. A fijarnos en las tonalidades, llenas de matices pictóricos, de las descripciones. A escuchar su voz, tan poética, en su llamada desesperada. A acompañarla en ese duro viaje que es a veces crecer.
Con un par de pinceladas, Rafael Salmerón representa el vacío, la rabia, la angustia del duelo y la complejidad, la asfixia, la desesperanza de las relaciones abusivas. Le bastan pocos trazos para crear un retrato que, sencillo en apariencia, transmite muchas emociones al lector.
Gracias a los juegos de luces, pasamos por etapas negras, de claroscuros, y un final de luz que da esperanzas en un futuro mejor. El tono intimista, casi susurrado, la profusión de anáforas y la fluidez en la estructura contribuyen a crear esta atmósfera agridulce.
En las mejores obras siempre hay detalles escondidos, que pasan desapercibidos a simple vista, pero que completan la creación una vez se reconocen: en este libro encontrarás también un misterio, tres desgracias y el mar. «Al final, siempre el mar».