En plena era fordiana, la sociedad se estructura en un sistema de castas en el que todos los humanos, desde los privilegiados alfas hasta los denostados épsilon, han sido creados artificialmente y condicionados para desempeñar un determinado papel social. Solo hay una cosa que todos tienen en común: son felices.
Tampoco es que tengan otra opción; todos sus conocimientos, gustos e ideas han sido grabados en su memoria. No existe el pensamiento individual, y cualquier emoción negativa enseguida es silenciada con una dosis de soma, la sustancia capaz de acallar hasta diez pensamientos melancólicos con un solo gramo. Nadie cuestiona el sistema, porque el sistema es perfecto.
Y, sin embargo, tiene fisuras.
Personas como Bernard Marx no gozan de esa aparente felicidad. Probablemente se deba a un defecto en su creación, pero es un defecto que los convierte en los únicos capaces de ver más allá de la vida para la que han sido condicionados… y en una amenaza para el sistema.
Aunque Aldous Huxley escribió esta distopía en 1932, crea en Un mundo feliz un futuro especialmente atemporal, que aún hoy cumple el mismo propósito que décadas atrás: reflejar las preocupaciones de nuestro presente.
La era fordiana fascina y asusta a partes iguales por motivos muy similares: por su ocurrencia, por lo poderoso de su metáfora y, por momentos, hasta por su comicidad. Resulta muy ajena y, al mismo tiempo, extrañamente cercana. No es casualidad que se trate de una novela de referencia en materia de filosofía. Personajes como John el Salvaje, que proviene de una de las pocas reservas de salvajes que quedan en el mundo y habla con frases de Shakespeare, plantean los principales dilemas morales de la obra. El enemigo no es la tecnología, sino el propio sistema político al que podemos estar dirigiéndonos.
Quizá su tono e incluso el curso de su trama no se ajusten a lo que puedas esperar en un principio, pero una cosa es segura: una vez que hayas terminado la lectura, tu perspectiva del mundo será al menos un poco diferente.