Marion Girardon tiene trece años, una media académica bastante mediocre y un hermano mayor que, además de ser un cerebrito, es un auténtico pesado. Bueno, en el fondo (muy, muy en el fondo) puede llegar a ser majo. Y además está su guapísimo amigo Félix, por quien Marion está totalmente colada. Por desgracia, Félix no sabe ni cómo se llama; o peor aún: la llama «la hermanita de Charles».
Pero no todo es malo. Por ejemplo, Marion tiene la mejor amiga del mundo: Camille es hija del dueño de una importante discográfica, y siempre está dispuesta a invitarla a sus lujosas vacaciones o a prestarle cualquiera de las prendas de su casi infinito vestidor. También está Juan, bueno, Juanito, que está colado por Marion desde primaria y siempre encuentra una forma de ayudarla cuando lo necesita.
Mi hermano, ¡vaya lata!... Mi hermana, ¡una plasta! consta de doce relatos independientes a través de los cuales recorremos un año de la vida de Marion, desde el principio de curso hasta las vacaciones de verano, pasando por momentos importantes como la Navidad o su cumpleaños. Las peripecias de Marion resultan divertidas y entrañables precisamente por lo cotidianas que son. Al fin y al cabo, ¿a quién no le han pillado mandando una notita inoportuna en clase o hablando por teléfono cuando debería estar haciendo los deberes?
El tono fresco de Fanny Joly y las ilustraciones de Catel, sencillas pero llenas de movimiento, hacen que el lector sienta una cercanía instantánea con Marion, casi como si estuviera leyendo su diario.
En Mi hermano, ¡vaya lata!... Mi hermana, ¡una plasta! no encontrarás una trama trepidante o unos personajes con una gran evolución. La vida de Marion es eso, su vida: una colección de anécdotas que conseguirán que sonrías y que te sientas identificado. Es la lectura ideal para quienes hayan olvidado lo que es tener trece años, y además hará que los veinteañeros se sientan nostálgicos, pues Marion, como buena adolescente de principios de los 2000, no solo tiene que lidiar con el pesado de su hermano, sino también con las cabinas, los listines telefónicos y las conexiones a Internet casi inexistentes. ¡Menuda lata!