Vlad Dracul ya tenía suficiente con la amenaza de los otomanos, que codician ese trono que debería ser suyo. Para colmo de males, su inútil esposa da a luz a una niña. ¡Una niña! ¿Para qué quiere Vlad una hija?
Ladislava crece salvaje y orgullosa, todo lo contrario que su hermano Radu, que nació apenas un año después que ella, y que todo lo que tiene de hermoso lo tiene de pusilánime. Hasta los soldados se atreven a burlarse de él, aunque eso su padre no lo sabe, claro. Vlad nunca ha prestado demasiada atención a sus hijos, y menos aún desde que un pacto con los otomanos le sentó por fin en el trono de Valaquia. Sin embargo, la familia Dracul no es respetada entre los nobles: los consideran unos títeres del sultán. Así pues, lo único que impide que a Radu le caigan aún más golpes de los que ya recibe es que todos los niños temen a su hermana. No es que Ladislava lo proteja porque se preocupe por él, no. Lo que pasa es que Radu es suyo. Suyo.
Y Valaquia también lo será.
Aunque la autora reconoce que algunos hechos históricos que aparecen en la novela están alterados en favor de la trama, los protagonistas sí que fueron reales. Por ejemplo, Ladislava es una versión femenina de Vlad Dracul, conocido por haber inspirado la figura del conde Drácula. Teniendo esto en cuenta, cabría esperar una historia con mucha sangre… Pero, aunque a Hija del dragón no le falta crudeza, sobre todo es una novela de intrigas: una reflexión sobre el poder y el significado que le dan los diferentes personajes, y una continua demostración de hasta dónde estarían dispuestos a llegar para conservarlo.
La narración alterna de Ladislava y Radu nos permite conocer los rincones de sus almas que no se permiten mostrar a nadie más. Además, sus puntos de vista, tan opuestos en ocasiones, demuestran cómo una misma persona puede variar completamente en función de los ojos que la miren.
Hija del dragón es una novela de personajes complejos, humanos e inquietantes. Resulta difícil separar a los buenos de los malos… ¿te atreves a intentarlo?