En las primeras vacaciones en las que se pudo viajar tras el confinamiento, Esmeralda se rompió un pie y tuvo que quedarse en casa. Para animarla, su madre le prometió unas vacaciones especiales al año siguiente, pero no le reveló el destino. Con todo lo que ocurrió durante el curso, Esmeralda se había olvidado de aquella sorpresa, hasta que sus padres la dejaron en el aeropuerto con un billete con destino a Génova, desde donde regresaría al pueblo de su familia en el que solía pasar los veranos.
Hace años que no ve a sus primos, desde aquella discusión entre sus padres que inexplicablemente los separó y que les haría no volver más al lugar en el que crearon muchos recuerdos felices. Pero ese verano Esmeralda tiene la oportunidad de reencontrarse con la familia a la que tanto había echado de menos, de saber qué pasó realmente hace años y, lo más extraño de todo, de descubrir por qué Dorotea, una vecina de la que se dice que tiene poderes de bruja, niega su propio nombre.
Esmeralda no es tanto una novela oscura como una historia en la que el drama y la intriga están presentes desde que la protagonista emprende su viaje. Y es que cada personaje guarda algo que, más tarde o más temprano, debe salir a la luz para que los fantasmas del pueblo puedan volver a descansar.
Sin embargo, la corta extensión de la novela no permite que los personajes ni el suspense se desarrollen todo lo que podrían. Esto ocurre sobre todo con Dorotea, cuya vida y personalidad se narran en unos pocos capítulos, pero que podría ser perfectamente la protagonista de una obra más extensa.
En definitiva, Esmeralda es una historia corta perfecta para leer en una tarde de verano, en la que el drama y la nostalgia están garantizados.