«Mucho me faltaba todavía para ser un hombre, pero creo que no me equivoco al decir que fue a los once años cuando dejé de ser un niño».
A esa edad Kyran se convirtió en cartero en la comarca de Sligo, al noroeste de Irlanda. El trabajar desde tan pequeño no lo transformó en adulto; al fin y al cabo, en el año 1907 la infancia en su país duraba tan poco como los días sin lluvia. Por el contrario, todo cambió con una carta.
El remitente provenía de la ciudad de los sueños, Nueva York, a la que tantos de sus compatriotas emigraban en busca de una oportunidad. América nunca le había llamado la atención, hasta que conoció a una de las destinatarias de la misiva: Aileen, la pequeña de las Doyle. La persona por quien desviará el trayecto de su bicicleta cada semana a partir de ese momento.
Durante el reparto Kyran atraviesa paisajes idílicos que le inspiran a pensar, sobre todo en su amiga. Sin embargo, hay una playa que desata su imaginación por otros motivos… ¿quién dibujará esas cruces en la arena?
Al misterio de la historia se une otra incógnita: ¿cómo reúne el autor un buen elenco de personajes, tramas de romance e introspección, una ambientación trabajada y subtramas con sustancia en unas escasas cien páginas? Sea como sea, el formato de novela corta funciona para trasmitir estos episodios de sabor agridulce, porque tal como se entrelazan, la mezcla de emociones nos impacta sin remedio.
No es para menos. En el trasfondo de esa pérdida de la infancia de Kyran se encuentra el fantasma de la migración, y lo que esta deja tras de sí. Daniel Hernández Chambers se vale de una curiosa anécdota que une a los españoles con la historia del protagonista para recordarnos que la historia se repite.
A nosotros nos ha dejado con ganas de que sea así y retome pronto las andanzas de este joven cartero.