Stanley Potts tiene un corazón de oro. Quizás por eso se solidariza tanto con los pececitos dorados que subastan en la feria, hasta el punto de que hace lo imposible por llevárselos a casa. Aunque llamar casa al lugar en el que vive es ser un poco optimista.
Desde que despidieron a su tío Ernie de la fábrica, este se ha vuelto loco, y ha decidido montar una empresa: una fábrica de enlatar pescado en su propio hogar. No parece que sea el ambiente más adecuado para cuidar una docena de peces...
Entre las condiciones precarias en las que viven, que atraen a unos peculiares y malhumorados inspectores, y el trabajo exhaustivo al que se someten, la tensión aumenta día a día. Hasta que la situación estalla y Stanley decide abandonar a sus tíos para unirse a los feriantes. A pesar de su aspecto enclenque, se gana el cariño de muchos: Dostoyevski, su hija Nitasha, e incluso el gran Pancho Pirelli, domador de pirañas. Porque Stan parece poseer un vínculo especial con los peces, y todos lo quieren a su lado.
David Almond nos sumerge en una ambientación cotidiana —un pueblo costero y una feria ambulante— muy lograda, en la que destaca aún más lo surrealista de la trama. La historia tiene ese punto onírico que sirve para abordar temas complejos y que tan bien funciona en las novelas infantiles, como ya demostró John Boyne. Puede parecer que se evitan, pero al final nos damos cuenta de que se han tratado con una sensibilidad distinta y con la misma profundidad.
La novela se redondea con una escritura imaginativa, al más puro estilo Roald Dahl, en la que el narrador hace jugar al lector, además de con unos secundarios pintorescos que no se olvidan fácilmente y unas ilustraciones magníficas de Oliver Jeffers.
No tengas miedo, los libros infantiles no son como las pirañas: no muerden. Si acaso te golpearán con una ola de sentimientos y emociones que creías olvidadas, y harán que aparezcan unas sospechosas gotas de agua salada en tus ojos.