La historia es tan sencilla como sorprendente. Wall Street, año 1853. El abogado que narra la novela contrata a Bartleby, un joven copista que, a pesar de su indiferencia «caballerosamente cadavérica», trabaja con diligencia y laboriosidad.
Sin embargo, todo cambia la mañana en la que el abogado encomienda al joven una tarea distinta a sus quehaceres habituales y él se niega a obedecer, acompañando su negativa con la famosa frase «Preferiría no hacerlo». No se enfurece y ni siquiera alza la voz; de hecho, lo hace con buenos modales, casi con delicadeza: prefiere no hacerlo, prefiere no ir al correo, prefiere no moverse de donde está.
Con estas tres palabras y las poquísimas páginas que orbitan a su alrededor, Herman Melville traza uno de los enigmas más inteligentes y retorcidos de la historia de la literatura. Más de cien años después, la motivación de Bartleby sigue envuelta por una ambigüedad indescifrable, en la que caben infinitas interpretaciones, tantas como lectores nuevos que se asomen a sus páginas.
A medio camino entre la afirmación y la negación, esta frase encierra en su aparente transparencia un largo abanico de lecturas: puede considerarse una crítica a la realidad laboral de entonces, y también una oda al nihilismo. Tampoco estarían equivocados los que ven en el copista el reflejo de un Herman Melville fracasado y desencantado con la vida, ni quienes opinan que la novela es, sencillamente, una comedia con toques surrealistas. En cualquier caso, hay algo innegable: un clásico lo es por su capacidad de transmitir una realidad atemporal, y una lectura actual de Bartleby, el escribiente no solo es posible; es, de hecho, inquietante por su cercanía, vigencia y lucidez.
Herman Melville creó a un personaje paradigmático, lleno de aristas, que no ha necesitado más que tres palabras para convertirse en un símbolo y en un referente en la historia de la literatura.