Como ya sabes, las niñas bien educadas no van por ahí metiéndose en las madrigueras de los conejos, y mucho menos a la hora del té. Pero es que Alicia estaba muy, muy aburrida, y el conejo en cuestión no paraba de consultar el reloj y lamentarse de que llegaba tarde. Tarde… ¿a dónde?
Tras una eternidad cayendo por la madriguera y otra tratando de pasar por la puerta, Alicia llega al País de las Maravillas, un lugar que desafía las leyes de la lógica y por el que pasean infinidad de personajes emblemáticos. A través de una serie de episodios sin mucha conexión entre sí, Alicia va conociéndolos y tratando de aprender las normas de este mundo tan surrealista.
Alicia en el País de las Maravillas es una obra maestra de la literatura universal; un libro que, desde su publicación en 1865, ha marcado un antes y un después en la literatura infantil y en la fantasía, y cuyos personajes han saltado del papel para formar parte del imaginario colectivo. Sin necesidad de haber leído la obra de Carroll, todos conocemos a Alicia, al Conejo Blanco o a la Reina de Corazones, y es que los personajes son uno de los motivos por los que esta obra ha pasado a la posteridad.
Aunque, sin duda, si algo caracteriza a Alicia es el sinsentido y los juegos de palabras. El País de las Maravillas, que parece tan alocado en un primer golpe de vista, tiene su propia lógica, muchas veces basada en juegos lingüísticos o en metáforas. Lewis hace gala de una imaginación desbordante y, aun así, lo que más impresiona no son las escenas que describe sino cómo las describe. Su ingenio y su dominio del lenguaje son, probablemente, los que han hecho que Alicia llegue tan lejos.
Alicia en el País de las Maravillas es una novela que desconcierta y fascina. Habrá episodios que te gusten más y otros que disfrutes menos, pero vale la pena leerlo y dejarse sorprender por lo actual que resulta un libro escrito hace ciento cincuenta años.